Relato: «Gaia (I)»

-En pie el acusado.

El hombre se levantó sin entender todavía por qué estaba allí.

-¿Su nombre, por favor?

-Humanidad -respondió con voz trémula.

Todo lo que lo rodeaba le parecía extraño, como sacado de una macabra pesadilla, pero algo le decía que debía contentar a las personas que tenía en frente para no empeorar las cosas.

-¿Sabe el acusado por qué se encuentra aquí?

En realidad, ahora mismo no sabía ni que significaba “aquí”. No conseguía ubicar el lugar. En un principio creyó encontrarse en lo que parecía una sala judicial, pero allí nada era como debiese ser. No habían bancos de madera, ni estrado, ni nada que le recordase a ese tipo de estancias. Pero en lo más profundo de su ser sabía que dónde estaba era precisamente eso; aunque no sabía por qué, él no había hecho nada.

-No, señoría -respondió al fin, más por instinto que porque realmente quisiese hacerlo. De hecho, no había sido consciente de haber pronunciado el apelativo “señoría”. Aquello no tenía ningún sentido.

Los asistentes a aquel extraño evento susurraron indignados ante la respuesta del hombre. Incluso alguno lanzó improperios contra su persona, pero rápidamente fueron silenciados. No podía tolerarse aquel tipo de conductas, aunque el interpelado fuese quien decía ser, aunque hubiese hecho todo por lo que se encontraba allí.

-¿Es en verdad usted el hombre conocido como Humanidad? -volvieron a preguntar.

Éste asintió esta vez, ya que su voz se entrecortó y no pudo pronunciar palabra alguna.

-Conteste, por favor-insistieron.

-S… sí, señoría -¿señoría? Ahora sí que se había percatado, pero seguía sin saber por qué utilizaba ese término-. Per… pero no sé por qué estoy aquí -repitió el hombre.

Nuevos susurros. El hombre se giró hacia las voces, que callaron cuando descubrieron que les estaban mirando.

¡Qué extraño era todo! Lo trataban con miedo, como si hubiera hecho algo atroz. Pero aquello no podía ser, él no había hecho nada. Entonces, fue consciente de que se encontraba encadenado. Unos extraños grilletes, hechos de roca viva, rodeaban sus muñecas. Y sus tobillos estaban enredados en lo que parecían raíces y ramas de diversas plantas. Cada vez que intentaba hacer un movimiento para zafarse, las rocas, las raíces y las ramas se tensaban y apretaban más sobre sus articulaciones, impidiendo sus movimientos.

-Sus crímenes son múltiples y cada cual más aterrador que el anterior -comentó con tranquilidad la que parecía ser la voz cantante allí-. Vertidos tóxicos, emisiones de gases venenosos, extinciones masivas, talas indiscriminadas, desecaciones de zonas húmedas, extracciones ilegales, incendios… -comenzó a enumerar-. Por no salvarse no lo han hecho ni los de su propia especie. Genocidios étnicos, violaciones, torturas, secuestros, asesinatos, guerras… Y eso sólo es el principio. Muchos otros cargos son los que se le imputan.

La cara del hombre se llenó de pavor. ¿Que estaban diciendo? Aquello no podía ser. Era imposible. Él no era responsable de todo por lo que lo incriminaban. Ni si quiera tenía recuerdos de todo lo mencionado.

-Pero… Yo… no recuerdo… Yo no he hecho todo eso.

Más susurros se oyeron en la sala.

-¿Usted? No nos haga reír. Usted no ha podido hacer todo eso solo -algo le decía que, aún así, lo que iban a decirle no era bueno-. Usted es un ente creado por nosotros. Tan sólo representa a una parte de este mundo, una raza, una especie animal, de las últimas en aparecer en el planeta. Estos son los crímenes que han cometido estos individuos. Usted sólo es una representación de todos ellos, un mero utensilio para juzgarlos.

Entonces, el hombre se percató realmente de todo lo que lo rodeaba. Quienes asistían a tal evento eran personas, como él, pero había algo que las diferenciaba. Cada vez que miraba a uno de ellos, el hombre percibía su verdadera naturaleza, que lejos estaba la de ser hombres y mujeres. Ante él, algo completamente increíble presidía la sala. Una ballena, ¡una ballena!, se encargaba de dirigir todo el proceso judicial, porque estaba claro que aquello era un juicio. A su derecha, a la misma altura que él, un veneno potencial para la vida, pero tan necesario para la misma, actuaba de fiscal. O3, ozono, un filtro natural contra los rayos dañinos que enviaba el astro rey contra el planeta. Una molécula de tres átomos de oxígeno era la “persona” que presentaba los cargos por los que estaba siendo juzgado. Y el resto de asistentes eran igual de increíbles, animales de todas las clases, especies vegetales de todos los tipos, parajes naturales, compuestos químicos esenciales para la vida, microorganismos… asistían al juicio.

Pero allí fallaba algo. Una circunstancia que escapaba a su control. No había jurado, lo cual, en un principio, no era problemático, ya que sería el juez, la ballena, quien se encargarse de dictar veredicto. El verdadero problema era que no tenía defensor. Nadie, ni persona, ni animal, ni planta, ni… ni lo que fuera, se encargaba de defender su causa. Entonces lo comprendió. En realidad, aquello no era un juicio. Él, ellos, la Humanidad, ya había sido juzgada. Su entendimiento captó lo que aquello significaba, y un miedo, un pavor inconsciente e ilógico lo invadió por dentro. No tenía escapatoria.

-Entonces estamos todos de acuerdo -aquellas palabras no eran en realidad una pregunta, sino una afirmación, pero, aún así, todos los asistentes asintieron-. La sentencia ha sido consensuada y fijada… ¡Extinción! -y con aquella única palabra golpeó su martillo.

El hombre tembló de miedo al comprender lo que aquello significaba.

-¡No! -intentó gritar, pero su voz había sido censurada y ya nadie oía sus súplicas.

Entonces, su figura fue desapareciendo poco a poco, difuminándose.

-Es una pena -susurró el “extraño” juez, pero nadie le oyó-, eran una especie con tantas posibilidades.

Y el mar sonrió.

 «Tributo a Mägo de Oz»

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